Ramón Barquero Baena (Centro de Lenguas Modernas)
(Este cuento está basado en hechos reales. No obstante, ciertos nombres, lugares, escenas, sucesos, personajes y negocios han sido novelados con fines dramáticos. Que el exégeta que todos llevamos dentro saque sus propias conclusiones).
Así aconteció todo:
Desempolvamos el olvido de las vetustas piezas en el instante mismo en que son rescatadas de las cajas de cartón que les han dado cobijo durante el último año. Los personajes parecen cobrar vida. Recibidos con indisimulado alborozo, emergen, uno a uno, de sus abrigos de estraza y espuma. La capa de polvo y tiempo que los cubre contrasta con el lustre de las improvisadas adquisiciones de última hora: algunas, redimidas de la indiferencia de un escaparate semioculto; otras, fruto de unas manos al servicio de la fantasía; alguna más, generosa cesión de cierto belenista amigo. Animo entonces a mi hija a conciliar, en complejo equilibrio, el albedrío de nuestra imaginación con la disciplina que exige el ritual de montaje.
Fieles al orden natural de las cosas, desplegamos el esplendor asimétrico de la orografía. Comenzamos erigiendo los gigantes nevados más soberbios del planeta. Libres de proporción o escala, observan acomplejados la insultante preponderancia del Veleta. El gran guardián de Granada se proyecta unos pocos centímetros por encima del Everest y algunos más sobre el Aconcagua y el Kilimanjaro. En su cara norte, apenas se puede leer un cartel ensartado en el hielo con un piolet:
Y yo que he visto la luna,
como inmensa perla blanca,
surgir detrás del Veleta,
el gran guardián de Granada,
para mesar con sus yemas
las almenas de la Alhambra.
Dicho y hecho. Una excelsa luna lorquiana engalana la majestuosidad del Alcázar. Del otro lado del Dauro, cuyo nombre atrae a buscadores de oro de los cuatro puntos cardinales, los curiosos, que abigarrados admiraban un crepúsculo incandescente, observan ahora perplejos el levitar del plenilunio sobre la Torre de la Vela. Tras las almenas, las lanzas de los legionarios romanos y de los gomeres nazaríes, que conviven en perfecta armonía, trazan líneas secantes sobre Selene. Una suerte de sesión continua de la belleza y la geometría. Ante la inminente avalancha de preguntas que la cabecita de mi hija parece pergeñar, yo, inclinándome por la ciencia, me dispongo a irme por la tangente.
Lucía se muestra impaciente. Me apremia a terminar de aposentar los accidentes geográficos y las estructuras arquitectónicas y a dejarme de zarandajas poéticas. Tiene prisa por apostar al caganer tras un picual milenario de tronco retorcido. Cuenta la leyenda que de sus ramas brota oro. “Los buscadores se han equivocado de sitio, papá”. Como casi todos los niños, siente predilección por el cagón. Le atrae la armonía con que, en posición de cuclillas, da rienda suelta a su locuacidad intestinal. Está convencida del impagable servicio que presta como señalador de los caminos y como abonador del olivar. A su padre, con cosas de peón caminero, le ha oído disertar sobre mojones e hitos que orientan a los peregrinos extraviados. “Papi, gracias al caganer, la estrella de Oriente no se pierde”.
Mi hija rebusca entre una caja de papeles hasta toparse con la coplilla que tanto le gusta. Se desternilla mientras la recitamos juntos:
De entre los nobles oficios
que florecen en Belén,
no hay ninguno tan sufrido,
soy un viejo caganer…
…Peones de los caminos,
lo mismo plantamos pinos
que marcamos el destino
con un hito o un mojón,
culo blanco y respingón,
estrellas de los peregrinos…
Los viajeros, venidos de los lugares más recónditos, se agolpan a las puertas de la ciudad. Pacientes, esperan turno para presentar sus ofrendas al recién nacido. José, La Virgen y el Niño lucen sus mejores galas patchwork. Los Reyes Magos, recién llegados de Oriente, visten a la sazón. Advierten la presencia de un jefe sioux que, tocado con penacho de plumas, espolea a su Appaloosa para ganar el angosto puente de las Chirimías. El paso simultáneo de dos monturas entraña un serio desafío a las leyes de la física. Una señal confiere preferencia a los équidos. Otra se la concede a la realeza. Mi hija adopta una solución salomónica. Hace cruzar a pie a los tres Reyes y a Toro…Sentado.
Un explorador indio, con amedrentador tomahawk colgado del cinto, vadea el río en canoa. El historiado casco de la embarcación, de corteza de abedul, da buena cuenta de las hazañas de una noble estirpe de indómitos guerreros. A bordo, una pizpireta sirenita busca, desesperada, el paradero de su bienhechor. Ha oído campanas. Doblan las de Belén. La redundancia de otros cantos de sirena delata la presencia del 127 rojo de los municipales betlemitas y anticipa un inminente desenlace. En el mismo meandro donde acostumbran a beber los peces y a lavar la Virgen, un valenciano prende una cordá ante el escrutinio, curioso, de un tigre de Bengala. “Papá, me dijiste que ese tigre es de Malasia”. Le respondo que los tigres, como las personas, no son de donde nacen sino de donde pacen y que, para más inri, la situación de su especie no está como para tirar cohetes. Inquieta por mi sentencia, Lucía decide mandar al pirotécnico a su destierro de cartón. “De todas formas, no me gustan las mechas que le hice en el pelo el año pasado”. “¿Fuiste tú? Yo pensé que se las habían hecho en la peluquería El Peine de Plata Fina el mismo día que peinaron a la Virgen”. Mientras me dedica la misma mirada de incredulidad que las gallinas y los patos dispensan al tigre, decide colocar, no exenta de lógica, el asno del portal en el gallinero. «Papi, un pollino debe estar con sus pollitos». Yo, ni pío.
Lucía, que ha entrado en bucle, me recuerda, incansable, que ha llegado el momento de Campanas de Belén. Hago sonar el célebre villancico. Agita vehemente su cabecita. Extrae del bolsillo la miniatura de un hippy cuyos bajos de calzón doblan el tamaño de su greñuda cabeza. Parecen tañer ruidosamente con cada paso que da. Una cochambrosa camiseta pintada a mano felicita la Navidad a todo el que con él se cruza: “Hippie Holidays”. “Perdona, chiqui, no había reparado en Lolo Campanas desde que lo desterramos el año pasado”. “No es justo, papá. Él no hizo nada malo. Fue San José el que empezó la bronca. Lucía pone voz grave: “Me has despertado al Niño. ¿Por quién doblan las campanas, flogüerpogüer?”. Su vocecita se torna más aguda para remedar la indolente respuesta de Lolo: “Con Dios, Maese Virutas”. “Seguro que ya han hecho las paces; tan pegaditos como han estado todo el año en la misma caja”, sentencia la pequeña.
Donde el agua del Dauro apenas cubre los tobillos, un buzo juliovernesco se moja para ayudar a un minero llegado del Klondike. Buscan afanosos el vil metal que el topónimo del río anuncia con flagrante publicidad engañosa. Lucía, que conoce el guion de pe a pa, extrae de una caja la figura de una lustrosa señora. “¡Paparruchas! La única Pepita en Belén es la panadera”. “Sí, cariño, y como tú, vale su peso en oro”.
El marido de Pepita, un dicharachero repostero extremeño, hornea una bandeja de exquisitas perrunas. Mi hija, no se sabe si por asociación mental o por conciencia ciudadana, le otorga la imponente escolta de un gran danés. «Nadie se atreverá a robarlas». Otro gran danés, de nombre Hans, busca a su sirenita. Lucía propicia el reencuentro tras rescatarla de la canoa sioux. Por allí transitan dos labradores; uno, de tupido barbaje azabache; el otro, de dorado pedigrí, ventea al paso de un singular Hans: Han Solo, tan célebre por su apellido como por su incoherencia, va acompañado por un replicante y por Indiana Jones. Ante la boutade del otro replicante de carne y hueso, hago la vista gorda por deferencia a Harrison Ford; por esto y porque Solo y Jones comparten carácter difícil y gatillo fácil.
Al arqueólogo Indiana le precede una justa reputación como prosélito de las reliquias y tesoros escondidos. Hasta sus oídos ha llegado la existencia de un sabio mandarín que, adornado por turgente perilla y hanfu de seda, posee el arcano de Los Cuatro Tesoros del Estudio Chino. Jones no tarda en descubrir que, lejos de riquezas mundanas, Wén fáng sì bǎo representa las herramientas que dan forja a un arte milenario: Lucía desenvuelve un pincel, una lámina de papel de arroz, un frasco de tinta y una piedra. “Papi, el chinito ya puede escribir la poesía de mi prima”. Como el que pinta el más bello de los paisajes, el calígrafo transcribe un poema que brota del corazón. “Oye, Lucía, ¿crees que conoce el secreto oculto en el poema?”. “Se llama acróstico, papá”:
Eres ojitos rasgados,
lluvia que arrastra el monzón,
seda tejida en Oriente,
amanecer del Wulong.
Yerba que cura los males,
un erhu, dulce canción.
Gran Muralla hecha de jade
infranqueable al dolor.
Letras que de amor hablan
brotando del corazón,
amarrado al mejor puerto,
regalo de algún buen dios
que nos puso en tu camino
un día de marzo en Jiangxi
el año del Gallo Chino.
Recuerdo aún cuando te vimos,
ojitos de amor sin fin.
Le pido a Lucía que busque ubicación para los tres kiwis. Sus manitas rebuscan en la caja marcada con la etiqueta Made in New Zealand. Localiza una sola pieza de la deliciosa fruta. Le aclaro que el talonador de los All Black en posición de haka y el pájaro de largo pico y corto vuelo también son kiwis. Bufando, me dedica una mirada mezcla de reproche y sorpresa. “Papá, mira, el jugador de rugby también está en posición de caca”. La pose del fornido neozelandés no contribuye a socavar las sospechas de mi hija: “¿Es otro caganer? ¿Come kiwi para hacer más haka?”. Mi carcajada atruena.
Instalamos la señalización vertical, fabricada en madera de carrasca. Ha llegado la hora de aliviar la responsabilidad del caganer y de su accidental asistente maorí. Junto al cartel que reza «Belén», otros direccionan lugares tan distintos y distantes como La Serena, Montillana, Lanzarote o Vancouver.
Sin reparar en el vodevil que lo rodea, un viejo sillero de generosa calva trenza la anea de una silla a la sombra de un naranjo. Trabaja con la destreza de quien infiere que su labor milimétrica llegará a asentar las musas y libélulas de los escritores con duende. Lucía me instruye: “Qué bien huelen las flores del azar”. “Claro, hija. Atrapan su perfume porque las raíces del árbol son abonadas al albur de todas las ‘haches’ que deja caer el azahar”. Hace como que no ha escuchado nada. En la base del tronco reposa un laúd. Abandona su descanso cuando las manos del sillero, esporádicamente, hacen un alto en la rutina. Las cuerdas, como las hojas de la anea, sólo ofrecen lo mejor de sí cuando alcanzan la tensión idónea. El sillero las afina con la misma devoción con que asegura la firmeza del asiento. Suenan los acordes de un villancico olvidado. Una lágrima resbala por su ajada mejilla. Nunca olvida que, de aquella cruel guerra fratricida en la que tantos hermanos cayeron, fue el laúd y no el fusil el que le permitió salir con bien.
En los umbrales del pesebre se apilan los presentes. Descuellan sobre el resto un pergamino nazarí, la imprenta de Gutenberg, una Underwood decimonónica, un ejemplar de Vieja Navidad y, según la sui generis versión de Lucía, el oro, el incienso y la birra que ofrendan los Magos. Se me hace la boca agua pensando en la destilería de Baltasar. Esbozo media sonrisa mientras mascullo entre dientes: “No estaría mal el cambio: Estrella de Oriente por Estrella de Levante…”. Lucía, ajena a mi reflexión sottovoce, cuestiona el apelativo presente. Tampoco yo lo entiendo: los regalos se procuran en el pasado para sorprender en el futuro.
Esta pequeña aventura coquetea con su epílogo. Los tenaces cazadores de belleza aguardan, apostados en San Nicolás, un nuevo acto de magia. Nada se presume quimérico cuando el sol y la luna ejecutan, en perfecta comunión, su singular relevo de la guardia ante la indisoluble alianza del Castillo Rojo y Sulayr. Falta la rúbrica. No hay nacimiento que se precie sin su acorchado manto de nieve. Nuestra particular Cisjordania del siglo I no escapa al cambio climático. Las minúsculas manos de mi hija liberan la mayor nevada que Judea nunca conocerá. La virulencia de la tormenta casi logra desencadenar un gigantesco alud. Afortunadamente, la nieve, como yo, se derrite cuando sus ojos y los míos se encuentran. La policromía incandescente que desprende su mirada enciende el belén, nuestro hogar y mi espíritu. Aunque su nombre, Lucía, evoca luceros pretéritos, no hay duda de que, en realidad, encarna las acepciones de la mejor luz presente y del más luminoso de los futuros.
Bello relato, bien construido y con algunos tintes y guiños personales, me atrevo a decir. Enhorabuena, barquero y escritor.
Pilonga castaña.
Precioso y original relato navideño; «se armo el belen» tanto de manera real (construcción manual con figuritas de esa representacion navideña) como en sentido figurado (menudo lío/follón de diversos actores inanimados). En cuanto a la parte literaria, bien construído, desarrollado y con un hilo secuencial de principio a fin. Enhorabuena!! y felicidades.
Gran texto del «azote» de la Serena. ¡Disfruta de ese singular nacimiento!