Por Ramón y Juanje Barquero Baena
DEDICATORIA
Este relato pretende rescatar la figura de Andrés Ramírez de Alarcón, oidor de la Real Chancillería de Granada que, hace más de cuatro siglos, posibilitó la existencia del edificio de entendimiento y cultura en el que ahora nos encontramos, el Palacete de Santa Cruz. Será tarea de cada uno de vosotros, ilustres lectores y oidores, decidir dónde acaba la realidad y dónde empieza la leyenda.
Aspira, asimismo, a erigirse en el más cariñoso y sentido de los homenajes hacia aquellas personas que, aunque ya no nos acompañan, han formado parte, de una u otra manera, de la familia del Centro de Lenguas Modernas. Cada una de ellas permanecerá en nuestros corazones y en nuestro recuerdo, como pervive en los arcos carpaneles de nuestro patio la sonrisa generosa de Bea Fuentes; en las trabes que afirman los artesonados, la inquebrantable voz reivindicadora de Luisa Molina; en la sencilla y clara fachada, el reflejo de la dulce lealtad de Gracia Lozano; y la sabia humanidad de Miguel Heredia, diluida en el agua cristalina que brota de nuestra fuente.
LEYENDA DE LA GRANADA ACUÁTICA
(Sobre los sucesos que incitó un libro prohibido en un palacete embrujado)
Por Ramón y Juanje Barquero Baena
“Por el agua de Granada, sólo reman los suspiros” (F.G. Lorca)
Acercaos, ilustres señoras y señores. Acercaos y escuchadnos; escuchadnos y no os arrepentiréis. Permitid primero, vuestras mercedes, que citemos al poeta más insigne que conoció Granada: Federico García Lorca. “Yo no quisiera que entrara en la sala ese terrible moscardón del aburrimiento que ensarta todas las cabezas por un hilo tenue de sueño y pone en los ojos de los oyentes unos grupos diminutos de punta de alfiler”. Hoy, el deseo de Federico lo hacemos nuestro. Por ello, es obligatorio advertiros: tened cuidado si bostezáis, lacrimosos, durante nuestra fábula: un moscardón, o quizás un hada traviesa, podría querer curiosear en las entretelas de vuestros adentros.
Y sin más preámbulo, si vuestras mercedes nos lo permiten, os vamos a relatar una historia.
CAPÍTULO I
La Real Chancillería de Granada se alza, intimidatoria, bajo el escrutinio inevitable de la Alhambra desde su solio de Sabika. Símbolos de dos épocas, el palacio nazarí es fiel testimonio de la delgada línea que, a veces, separa la leyenda de la historia; el alto tribunal regio encarna el instrumento que, en el fanático empeño por alterar el signo de la historia, acaba convirtiendo la leyenda en mito. Esculpidas en su fachada, la Justicia y la Fortaleza anuncian la mano de hierro con que se trataban los asuntos que desafiaban el nuevo orden. A mediados del siglo XVI, el entendimiento entre diferentes culturas, lenguas y religiones en el que, durante cientos de años, estuvo imbuida la ciudad, había quedado relegado al más triste de los recuerdos.
Corrían años convulsos. El licenciado Andrés Ramírez de Alarcón, uno de los dieciséis oidores de la Chancillería, se dirigió desde su poltrona en aquella gélida sala de pleitos al humilde boticario del barrio de la Antequeruela, un enjuto anciano de cabello argentado y nariz aguileña. “Jeremías Acevedo, ¿cómo se declara?” “Inocente, señoría; dicho con el mayor de los respetos por la bellísima palabra que designa su cargo”. Aturdido por la respuesta, el oidor se preguntó qué podía mover a un hombre a poner en riesgo su bien más preciado, con tal de no negar su oficio ni su estirpe ni a sí mismo. Y todo por un libro, un códice glosado y herético encontrado entre los enseres miserables del octogenario.
Preso de la curiosidad y de una coherencia de honor que, con frecuencia, lo espoleaba a la contradicción, quizás fruto de la reflexión racional y del pulso de las emociones, De Alarcón tomó aquel libro prohibido y, con tal de salvarlo de la hoguera inquisidora de los dominicos, lo ocultó bajo el forro descosido de su herreruelo. El togado era, a veces, presa fácil de la vehemencia, sobre todo en lo concerniente a lo que más amaba: la palabra escrita. Si es que, durante la adolescencia, ya se lo aconsejaba su señor padre: “Ay, muchacho, sé prudente. Escucha, Andrés, no te dejes llevar: templanza y pasión son como dos príncipes en batalla; mejor aliados que contendientes sin botín. Reflexiona, Andrés, reflexiona, no dejes que te domine la pasión. Las pasiones son trampantojos del Maligno”.
Al salir de la Audiencia, la Plaza Nueva apareció ante sus ojos cubierta por un manto de nieve, presagio de las fiestas navideñas. Antes de encaminarse hacia el barrio sefardí de Garnata al-Yahud, el Realejo que ahora pisamos, el oidor subió la escalinata de la fuente tras cuyo frontispicio se ocultaba la Plaza de Santa Ana. Había convertido en un ritual beber, cada día, de aquellos caños antes de regresar a su casa. “Ni los mejores caldos baladíes calman la sed, ahogan los malos tragos y embriagan los sentidos como el agua de Las Ninfas”, se dijo mientras, minutos más tarde, apretaba el paso ante la vista del Palacio de los Marqueses de Casablanca y de la Casa de los Suárez de Toledo para evitar toparse con algún conocido. A pesar de las prisas, no pudo rehuir clavar la mirada en la fachada de la Casa de los Tiros, engalanada con la leyenda de la estirpe de los Granada-Venegas, «el corazón manda», junto a una espada perforando un corazón. Para el oidor, la palabra era como la aleación indestructible pero dúctil a su vez de la toledana que pendía de su tahalí: se forja, se templa y se esgrime. Por fin, respiró aliviado al adentrarse en el angosto callejón de Sacristía de Santa Escolástica, a pocos metros de su palacete.
El chirriar de unos indiscretos goznes de forja puso a los vecinos sobre aviso de la presencia del oidor. Los postigos de las casas próximas desaparecieron tras sus ventanas, como se esconden los párpados cuando, invariablemente, la aurora se insinúa. Nadie mejor que Andrés conocía la fatuidad con que la autoridad se vanagloriaba de contar con ojos y oídos esparcidos por toda la ciudad. Un portón de castaño alpujarreño tallado al estilo morisco se abrió de par en par. Al otro lado del umbral, quedó al desnudo un bello patio porticado de columnas de mármol de Sierra Elvira y arcos carpaneles: la fortaleza de don Andrés, su lugar de recogimiento y meditación. Andrés atrancó el portón con inusual cautela, no sin antes cerciorarse de que nadie lo hubiera seguido. Llevaba tiempo cavilando la posibilidad de traspasar los límites de lo permitido por la severa autoridad eclesiástica para sumergirse en el estudio de la poesía prohibida. Aquel libro clandestino sustraído de la Chancillería, que viajaba de mano en mano, sería su iniciación. Amaba la poesía, como la simiente ama a la llovizna. Pensaba que una obra lírica era como el hálito de Dios, y que no debería importar ni la religión del trovador ni la lengua en la que fue escrita, un pensamiento peligroso para un cristiano viejo.
CAPÍTULO II
En su recoleto patio, Don Andrés tenía por costumbre sentarse a leer cada tarde junto al estanque. Desconocía que la leyenda nos refiere que los aljibes, los surtidores y los veneros son los ojos vigilantes de los dioses subterráneos que gobiernan las simas sumergidas y las aguas del subsuelo. Ignoraba que esas aguas llegaban a su casa desde la confluencia de los ríos Aguas Blancas y Xenil, encauzadas mediante un alquezar por la acequia del Cadí. Así se regaban huertos y jardines; se abastecían las viviendas de los alrededores del Campo del Príncipe; y se colmaban sus atanores, arcas y aljibes. Ni sus trances más oníricos podían contemplar que, en realidad, las acequias orquestaban los senderos del agua, rutas de entrada al servicio de la naturaleza y la vida.
Aquella tarde de frío glacial, justo antes de que la gran bola de fuego besase el horizonte carmesí, Ramírez de Alarcón se dispuso a abrir, por primera vez, el libro del viejo boticario, ahora en su poder. Sus páginas, glosadas en los márgenes de asombrosas anotaciones y rubricadas por un poeta andalusí de la época de los Reinos de Taifas, Ibn Gabirol -Avicebrón para los cristianos-, bien valían una sentencia absolutoria: “Hay un estanque rebosante, parecido al mar de Salomón…”, empezó Andrés a leer con admiración.
En ese momento, una libélula revoloteaba alrededor, y, de vez en cuando, se posaba sobre las últimas hojas de un sicomoro, muy cerca del señor de la casa. Musitando los versos de Avicebrón, Ramírez de Alarcón creyó oír, como fruto de un eco ahogado, las palabras leídas retornando a sus oídos, una balada armonizada por una dulce voz de muchacha. Quedó estupefacto. El patio se sumió, acto seguido, en el más profundo de los silencios…
Turbado, repitió uno de los versos; volvió a escuchar la voz, ligera como el aire que bisbisea a la tarde entre los jaramagos bravíos de los tejados y las veletas de las cumbreras. Si bien, no le dio importancia. Pensaba que todo era producto de su imaginación; tal vez, el runrún de algún duende burlón, de un trastolillo travieso o, simplemente, de su propia conciencia. O “¿serán los delirios causados por el frío que desprende el empedrado? Es sabido que el frío escarcha la razón.” –se decía a sí mismo con rumia.
Escondida en la espesura de las algas ondulantes, acariciando a las carpas que nadaban sin descanso, hacía tiempo que Ahuadaquí, una ninfa acuática, vigilaba a Andrés desde el estanque. En ocasiones, espiaba a lomos de uno de los galápagos que purificaban el agua nutriéndose de larvas. Hija del dios fluvial de Sulayr, a veces se transformaba en libélula, extraña cualidad para una ondina, si bien es conocido que aguaciles y náyades son musas emparentadas y ligadas a las lagunas y raudales. Así, tarde a tarde, poema a poema, Ahuadaquí, la criatura acuática, venus de las aguas de esta ciudad mágica, iba prendándose de don Andrés; éste, a su vez, se fue haciendo devoto de los momentos embrujados de lectura junto al estanque. Jamás el oidor confiaba a nadie lo que, cada tarde, acontecía tras aquellos muros. El riesgo o, aún peor, las consecuencias que podría acarrear ser acusado de loco o de hereje, bien merecían el más contumaz ejercicio de discreción. Se le helaba el corazón cuando se encendía en su mente el macabro quebranto del auto de fe, del tormento y de la hoguera.
CAPÍTULO III
Andrés no recordaba unas Navidades tan frías, ni siquiera las de su lejana infancia castellana. Durante la sobremesa, ordenó a sus criados retirarse antes de lo habitual. Quería pasar la tarde leyendo junto al estanque, que, aunque inerte en apariencia, se solazaba con el trasiego de vida bajo su superficie helada. El tiempo era fugaz y opulenta la biblioteca clandestina nutrida de los libros y legajos incautados en la Audiencia durante años. Perderse en los mundos que le proponían sus lecturas lo ayudaría a sobrellevar la inevitable cena de Nochebuena: había recibido, de forma imprevista, una invitación de la familia Granada-Venegas a primera hora de la mañana. Asistir era cuestión de cortesía; no hacerlo hubiera supuesto una ofensa, casi indeleble, a la amistad que los condes le profesaban.
Esa noche en la Casa de los Tiros, se sirvió capón, cerdo asado aderezado de clavo, nuez moscada, pimienta y canela; vino de la tierra, verduras y de postre mazapán de las monjas y turrón. Tras los tradicionales villancicos, siendo aún temprano, el oidor se excusó y se dispuso a abandonar la reunión. Los comensales, ya embriagados, empezaban a desvariar tras las habituales mofas a San José de su primo Jacinto Ramírez de Saralegui, un trovador de ascendencia navarra por parte de madre. Era éste un hábito muy enraizado en el vulgo que el oidor desaprobaba.
Tras asistir a la Misa del Gallo que ofrecía la Orden de los Predicadores en la Iglesia de Santo Domingo, Andrés regresó a su palacete. A la luz de las velas, junto al estanque, permaneció un instante contemplando la belleza de su belén, una costumbre que había adquirido cierta popularidad a lo largo de los años y que él idolatraba como idolatraba cualquier manifestación artística. Le fascinaba la pericia con que las manos de aquel petizo artesano leonés recreaban personajes, edificios, paisajes y universos que sólo lo prolífico de una mente soñadora era capaz de pergeñar. Dando también rienda suelta a su propia imaginación, Andrés había encontrado una explicación peregrina a la denominación de “imagineros” con que aquellos magos belenistas habían sido bautizados.
Esas Navidades, Barroso de León había obsequiado a Andrés con una escena que recreaba el patio del palacete: columnas, arcos carpaneles, artesonados, empedrado granadino, portones y ventanales replicaban en fiel proporción, textura y aspecto el rincón preferido del oidor. Decenas de figuras en miniatura con rostros familiares pululaban en torno al estanque y por entre las galerías que, con simetría ejemplar, enmarcaban el recinto: el contador De Vera, que lucía plateada cabellera e incipiente perilla a juego, portaba un libro de contabilidad en la mano derecha; el trovador Ramírez de Saralegui, gran aficionado a la magia, se disponía, mediante algún truco de escapismo, a hacer desaparecer lo primero que se encontrara; la víctima propiciatoria bien podía ser el ama de llaves, doña Isabel de Villafranca, que, campanilla en ristre y con ademán solemne, pasaba por allí instruyendo a la servidumbre; entre ellos, el fornido cocinero Rosado parecía amenazar al pinche de fogones González con convertirlo en guiñol si no tuviera a bien encontrar el lechón recién extraviado; el alguacil mayor Martín Posadas, enjuto y erguido como la cazoleta que portaba, contaba mil batallitas libradas en los Tercios a la pizpireta doña Alba Ramírez, marquesa de Albolote, parienta del galeno De Saralegui y del propio oidor, que iba acompañada de un fino galgo corredor; junto a ella, su protegida y alumna aventajada recién llegada de la malagueña Estepona, la señorita Medialdea, mezcla de vivacidad y prudencia. Ajeno al ir y venir de personajes, el oidor se sonrió al percatarse de la presencia de la réplica de sí mismo sentada junto al estanque, con un libro entre sus manos. Posada sobre el libro, una pequeña libélula parecía escuchar atentamente la poesía que fluía de entre los labios de Andrés.
Su mirada se distrajo hacia el plenilunio que, como por arte de birlibirloque, el belenista parecía haber hecho levitar sobre los tejados de la corrala. Junto a la luna llena, observó que la Constelación de Orión tampoco había faltado a su cita. Le pareció tan real que alzó la vista al cielo para asegurarse de que Barroso de León no hubiera robado del firmamento las tres estrellas de los Reyes Magos ni el polvo estrellado de la Vía Láctea. En ese preciso instante, un golpe seco de aldaba le anunció la presencia de una visita inesperada…
CAPÍTULO IV
Turbado, Andrés se incorporó como un resorte y se dirigió a la entrada. Con voz susurrante preguntó por la identidad del que había osado interrumpir sus abstracciones. “Señor, soy yo, Jeremías Acevedo, necesito hablar con vuestra merced” –le contestó en voz baja. “Váyase, no se lo voy a repetir, daré parte a la guardia si no me deja en paz. La razón por la que está aquí ya fue pasto de las llamas” –mintió el oidor a su pesar. Acevedo sabía que De Alarcón disimulaba. “Por favor, Don Andrés, deme audiencia, soy muy mayor, casi no me queda tiempo, el libro es una reliquia familiar» -también mintió Acevedo, pero sin pesar; «Sr. De Alarcón, se lo suplico…” –la voz lastimera iba subiendo de tono. El oidor abrió despacio. “Vete, boticario, no lo voy a volver a repetir”. “Hágame usted el favor, sólo será un momento, déjeme pasar…” Ante la insistencia del anciano y el temor de ser denunciado y caer en la vorágine de una situación harto delicada, Ramírez de Alarcón le permitió la entrada. “Hable más bajo, nos van a descubrir, afloran oídos infames por todo el barrio; Granada devora hombres, como Saturno a sus hijos”.
Tomaron asiento junto al estanque. Andrés pensó que el frío impenitente haría desistir al anciano. En el agua, bajo el lienzo helado de la superficie, detrás de una pequeña siderita de las minas de Valdeinfierno (el mineral le recordaba a la náyade el lugar dónde se crió), unos ojos blanco lunar observaban con extrema atención la escena.
Cuando una ninfa mira fijamente, no mira a los ojos, enfila directamente al corazón: lo perfora y destila sus intenciones. Ese anciano no iba a dar su brazo a torcer. Ahuadaquí presentía que aquel individuo sería capaz de hacer cualquier cosa para recuperar el libro. Cuando una náyade golpea con el martillo de su mirada, los hombres abandonan su voluntad, son guiñapos de degradación constreñidos de obediencia ciega. Y a Ahuadaquí le removió lo que estaba viendo. Cuando la ondina apuntó su mirada en Jeremías, la incandescencia lunar de sus afiladas pupilas encadenó los albedríos del octogenario, porque estaba convencida de que la vida de su mortal corría peligro y el amor es ciego; los amantes no reparan en los delirios a los que se arrojan.
Cuando una ninfa mira como miró Ahuadaquí, el procedimiento es sumarísimo; la sentencia es firme e inapelable y la pena es capital. La náyade clavó, enérgicamente, su mirada en el reo; Jeremías se levantó y cayó de bruces al estanque; rompió la superficie del hielo con su arrugada frente. Ramírez de Alarcón sólo tuvo que mantener aquella cabeza de cabellos níveos hundida bajo la superficie. Acevedo apenas se resistió.
A la mañana siguiente, un fraile encontró un mendigo andrajoso apoltronado sin vida junto a la portada del Monasterio de la Plaza de Santo Domingo. Su faz se mostraba amoratada. Sólo el religioso se percató de que el humilde ropaje del finado desprendía un suave olor a humedad, a vino y a linaza, un tufillo que recordaba al de la tinta de los libros de los anaqueles de la biblioteca del Monasterio. Los alguaciles, así mismo, requisaron una daga escondida que permanecía oculta bajo las vestiduras del muerto. Antes, el monje retiró un libro que el mendigo tenía en su regazo (¿la prueba de cargo?). Lo ojeó, se lo escondió bajo el hábito; su intención –Dios lo sabe— era entregárselo al Abad; en su pericia, él sabría cómo actuar. Pero no fue así.
Se cruzó por los pasillos del monasterio con un obispo que se encontraba pasando unos días de retiro espiritual en Granada, Melchor Cano, asesor del Inquisidor general, que lo tomó en confesión. Éste, después de dictaminar la necesaria Penitencia (cuatro rosarios completos), se quedó, bajo promesa de llevárselo al Abad, con el libro de lírica. Nunca el Abad lo tuvo en sus manos.
Nadie reclamó el cuerpo del desgraciado. Un bienhechor anónimo pagó una misa a los dominicos por la salvación de su alma. Fue sepultado sin lápida en la zona pobre del cementerio. Dios se apiade de él.
CAPÍTULO V
Transcurrieron los años. A veces desde el agua, otras mutada en libélula, Ahuadaquí era testigo de cómo la faz de su enamorado se iba sembrando de arrugas y sus movimientos se hacían más sosegados y vacilantes. Un invierno empezó a apoyarse en un bastón para caminar y a ayudarse de unas extrañas lentes para leer. Pero su amor por el mortal no paró de crecer. Se alimentaba de sus palabras, de sus lecturas, de su poesía, de la llama de sus ojos, como precisaba del agua cristalina donde moraba por designio de una deidad.
Aquella tarde, el magistrado no acudió a su cita con el estanque; fue una tarde sin poesía. La ninfa, en vano, lo esperó y esperó. Don Andrés no acudió a su encuentro diario. Desesperada, Ahuadaquí, entre giros acrobáticos y violentos movimientos de alas, lo buscó por todas las estancias de la casa. Por fin lo encontró en su lecho, las lentes a un lado, La Guía de los Perplejos de Maimónides sobre su pecho, y los ojos, inmóviles, ya sin vida, perdidos en el vacío. Atormentada, con el ímpetu de la saeta que dispara una ballesta a una diana de ondas, Aguadaquí arrastró el libro hasta las más profundas tinieblas del estanque, que se desbordó con sus lágrimas. Precisan las crónicas que, durante algunas semanas, las aguas de Granada se volvieron salobres, con cierto regusto a tinta, a lino y a cáñamo; y el aire destiló amargura y perplejidad. Un instante antes, con el corazón roto, Ahuadaquí musitó unos versos de Mut´a, la poetisa esclava que se enamoró del emir y que sólo se atrevía a confesar su amor con poemas y canciones:
Oh tú, que ocultas tu pasión,
¿quién puede ocultar el día?
Tenía un corazón,
pero me enamoré y voló…
PANEGÍRICO
Y así concluye nuestro relato. Por todo lo acontecido, si una tarde cualquiera, en el patio del Palacete de Santa Cruz, os acercáis a la fuente y prestáis interés a la brisa, con el corazón dispuesto a mandar, os aseguramos que oiréis cánticos seductores de sirena. Escuchad, escuchad con cuidado: seréis testigos, y oidores, de la sonoridad de las cautivadores ninfas en sus encrucijadas; de las palabras ancestrales de endechas plañidas; de versos conjurados, ya perdidos en los ecos poéticos del agua. Es posible que una ondina se zambulla, salpique y juegue, con la esperanza de que algún joven gentil deambule por allí con un libro entre las manos y, junto a la fuentecilla del patio principal, trascienda poemas vedados.
Permitidnos, vuestras mercedes, que a estas alturas del relato podamos tutearos. El compartir arcanos imprime confianza y cercanía. Si paseas, ilustre señor, por las galerías, pórticos y corredores del Palacio de Santa Cruz, sé prudente: al declamar algún romance, podrías estar enamorando a una criatura del inframundo, del universo vaporoso de esta ciudad con duende. Téngase en cuenta que para las historias de amor no existen muros de piedra, ni barreras de fuego o periplos en el océano. Una vez enamorado, el corazón de una ninfa late a la velocidad de un colibrí: ella nunca se cansará de acecharte. Te velará y protegerá como lo hace el ángel de la guarda. No obtendrás momentos para los remansos de soledad. Quedarás de por vida encadenado a los muros de carga; tu sonrisa perdurará eterna en los arcos carpaneles; tu voz subsistirá en las trabes que afirman los artesonados; tu humanidad se diluirá en el agua cristalina que brota de la fuente. Y, haciendo honor a la bellísima palabra oidor, que en la Granada del Renacimiento designaba a los que administraban justicia, en el Palacete de Santa Cruz aprenderás a escuchar en diferentes idiomas y a forjar, templar y esgrimir la palabra como herramienta para que las personas de diferentes culturas y lenguas se entiendan, lleguen a acuerdos, combatan desacuerdos, los amantes se hagan cómplices y los cómplices amantes.
Y al fin, mientras la clepsidra se queda sin agua y tu tiempo se va agotando, y vives enriquecido por toda suerte de conocimientos que asumes en la memoria de viajes venturosos y lecturas de frontera, envejecerás prisionero perpetuo de la ciudad de la poesía líquida. La Granada de tus sueños nunca se desvanecerá, ni tan siquiera si la mano toca la llave. Garnata es la Itaca del viejo Ulises y de Kavafis: finalmente, aspirarás a fondear en Ella. “Llegar allí es tu destino”. «Si mantienes tus pensamientos elevados, si selecta es la emoción que anida en tu espíritu y tu cuerpo», dispón tu equipaje, la brújula y los mapas; redacta tus cartas de presentación y las notas de despedida.
Preparaos para el retorno; y emprended el viaje a la colina de los peregrinos, a la venus andalusí de las ciudades. ¡Tú, hijo pródigo! ¡¡Tú, hija del agua!! Volved a Granada la bella, volved a la Ítaca de las academias.
EPÍLOGO
Todas las Navidades, durante la Misa del Gallo, un desconocido golpea con redundante firmeza la aldaba del portón del Palacete de Santa Cruz: requiere entre lamentos ahogados que le devuelvan un libro. En el Realejo aseguran que pudiera tratarse del alma furtiva de un sefardí que prescribía a los niños, allá por la Sefarad de los tiempos de Maricastaña, anís y zumaque para los dolores de tripa. Los vecinos que viven en la Placeta del Hospicio Viejo aseguran que desde el interior del palacio brota, a veces, otra voz sofocada que le insta a que se aleje: “¡Vete, insensato, que vienen los dominicos!”
Los «greñúos» y las «greñúas», los del Realejo de toda la vida, cuando escuchan estas voces que parecen salidas de ultratumba, se estremecen y sufren escalofríos. Con la boca reseca, abandonan el lecho, se encaminan a la cocina y, a oscuras para evitar ser descubiertos por los espectros, abren el grifo; llenan un gran vaso de agua fresquita y se la beben de un trago. Acto seguido, se enjugan la boca con la manga del camisón y pronuncian un antiguo conjuro: ¡Pardiez, qué buena está el “agua d’aquí”! Así rompen el hechizo. Es la única forma de que los dominicos de las pesadillas los dejen en paz y las amantes ninfas del sueño se retiren con ellos a sus alcobas.
Las náyades de Sierra Nevada
En los años de mucha nieve, la laguna de La Caldera de Sierra Nevada puede llegar a medir hasta dos hectáreas de superficie y tener una profundidad máxima de 14 metros. El 4 y 5 de septiembre de 1982 un equipo de buzos del Servicio de bomberos del Ayuntamiento de Granada estuvo realizando inmersiones –de día y de noche–, en la laguna de La Caldera, a fin de apoyar un estudio de la Universidad sobre la flora y la fauna de los fondos. Fueron los primeros en bucear a más de 3000 m sobre el nivel del mar. Se catalogaron varias especies de crustáceos, algas y plancton, ejemplares únicos en el mundo. Pudieron observar, entre otras muchas, una especie endémica de escarabajo que tiene habilidades de buzo. En superficie, fija una burbuja de aire entre sus patas, se sumerge para alimentarse y utiliza la ficticia botella para alargar la inmersión.
Casi cuarenta años después, el 15 de septiembre de 2021, un equipo de buceadores del Grupo del Rescate del Servicio de Bomberos de la ciudad de Granada se dirigió a la Laguna de la Caldera. Su labor consistió en colaborar con un equipo científico de la Universidad en una investigación sobre cambio climático. Uno de los submarinistas, el más joven de todos, sufrió un desvanecimiento. Sus compañeros lo condujeron a la orilla y lo reanimaron. Aseguraba, que al llegar al fondo de la laguna, cientos de escarabajos se habían adherido a sus gafas e intentaban quitarle el regulador de la boca. Un posterior examen médico no desveló ninguna causa fisiológica clara. Su comportamiento, a partir del día del incidente, resultó ciertamente extraño: dejó de bucear, empezó a componer glosas, escribir un diario y leer a los clásicos. El psicólogo de empresa del Ayuntamiento le preguntó por la razón de su estado, a lo que contestó: “las sirenas intentaron llevarme, pusiéronme cara abajo, asustado me hallo”. Lo destinaron a un puesto de segunda actividad, porque se negaba a intervenir durante las inundaciones por gota fría. Actualmente, presta servicios en la biblioteca del Parque de Bomberos y bucea en la felicidad de la lucha eterna contra los escarabajillos que se comen los libros.
APOSTILLAS
Un descubrimiento arqueológico
En el año 1991, durante las obras de remodelación del Palacete de Santa Cruz, un albañil afortunado encontró tras un falso muro un manuscrito del Siglo de Oro que contenía un pequeño cuento: «Escuchen, si vuesas mercedes quisieren, ser oidores de mis palabras e lo que agora he de contallo, sobre los fechos acontecidos tiempo ha y dó anduve yo perdido.» Y, una vez trasladadas a lenguaje actual las palabras y expresiones del castellano antiguo, a fin de facilitar su lectura y comprensión, el relato continúa de la siguiente manera:
«ADVENTUM. Desempolvamos del olvido las viejas piezas del nacimiento conforme las resucitamos del arcón que les da cobijo. Las imágenes parecen cobrar vida como las ninfas de los glaciares en primavera. Los recibimos como a viejos amigos. Animo a Ahuadaquil a conciliar el albedrío de nuestra imaginación con la disciplina que exige el ritual de montaje. Empezamos por erigir las cumbres más soberbias de Sulayr, terminamos por dibujar ríos y arroyos, los senderos de las náyades. Las crestas, ajenas a cualquier proporción y escala, observan acomplejadas la insultante preponderancia del Monte Gabirol. En su cima, apenas se puede leer una minúscula leyenda escrita en letras doradas en un estandarte púrpura: “Soy el Altísimo, la cúspide del saber”.
Dicho y hecho. Aderezamos con una enorme luna la majestuosidad del Alcázar. Del otro lado del Dauro, cuyo nombre atrae a buscadores de oro de los cuatro puntos cardinales, los curiosos que abigarrados admiraban el crepúsculo observan ahora perplejos el levitar del plenilunio sobre la Torre de la Vela; una suerte de sesión de la belleza. Tras las almenas conviven las lanzas de legionarios y gomeres, que trazan líneas secantes sobre Selene. Ante el inminente aguacero de preguntas que la cabecita de Ahuadaquil parece estar barruntando, yo me preparo para irme por la tangente y ella por las evasivas del agua».
El cuento está rubricado con un acrónimo: A.R.D.A. Se consideran varias identidades para dirimir su autoría. Según los investigadores, este importante descubrimiento supone una prueba fehaciente de la tradición tan arraigada que los belenes representaron durante el Renacimiento español. También se hallaron, junto al escrito, las figuras en roca serpentina de una libélula y una sirena. Para esto último, los expertos no han encontrado explicación plausible. Un facsímil del pequeño relato se encuentra expuesto en uno de los patios del Hospital Real, sede del Rectorado de la Universidad y las figuras han quedado en depósito en el Museo arqueológico y etnológico de Granada, situado en la Casa de Castril, en la Acera del Darro.
En relación a Avicebrón
Salomón Ibn Gabirol (Málaga, 1020 – Valencia, 1070) –a veces firmaba como Salomón, hijo de Judá, el Malagueño– fue un filósofo y un gran poeta andalusí. Hablaba y escribía con igual facilidad en hebreo y en árabe. Detentaba una curiosidad y una ansiedad de conocimientos inconmensurables. Ezra el Sabio (Siglo XI) lo distinguió como “el caballero de la palabra” y “el más hábil de los poetas”. De carácter fuerte y genio indómito, en general, tuvo una vida infeliz llena de quebrantos, quizá consecuencia de una homosexualidad reprimida por motivos religiosos. Vagabundeó por España hasta encontrar en Granada un mecenas, Samuel Ibn Negrella. Gabirol fue preceptor de su hijo. Se cree que en Granada vivió sus días más felices. Avicebrón es el primer poeta que compone para orar en la sinagoga. Articuló un diván de más de quinientos poemas. Según el filólogo Manuel Francisco Reina (Manual de poesía Andalusí; Madrid EDAF, pág. 240) “…es uno de los grandes místicos del judaísmo andalusí y antecedente de todos los místicos españoles”: Santa Teresa, San Juan de la Cruz, Fray Luis de Granada…»Probablemente la Cábala judía es hija del pensamiento de Gabirol.”
En el año 1859, el célebre orientalista Salomón Munk descubre en la Biblioteca Nacional de París una traducción al latín y otra al árabe de Fons Vitae, además de un libro de lírica diversamente glosado, ambos obra de Avicebrón. Munk demuestra que Avicebrón y Salomon Ibn Gabirol eran la misma persona, hasta ese momento un dato desconocido. El libro de poesía de Gabirol, un códice encuadernado en piel gofrada y con una bella decoración vegetal, está trufado con notas al margen y numerosas reflexiones de fuentes dispares. El reputado investigador francés de origen prusiano atribuye las anotaciones, entre otros, al puño y letra del dominico más ilustre, el filósofo Santo Tomás de Aquino. Salomón Munk se quedó tremendamente sorprendido, ya que las obras de Gabirol, incluidas en el «Índice de libros prohibidos», están vedadas por la Iglesia por atentar contra la moral. Tal vez por ello, el Aquinate jamás reconoció que su filosofía estuvo influenciada en medida alguna por la obra de Salomón el pequeño, Avicebrol o Avicebrón para los cristianos.
Por la naturaleza de las anotaciones al margen y glosas que abundaban en el libro de lírica de Gabirol, se sospecha que la obra estuvo algunos años en Granada. Hay versos apócrifos de San Juan de la Cruz y citas, con mucha probabilidad falsamente atribuidas a Fray Luis de Granada.
El último descubrimiento, en relación al libro de Gabirol hallado por Munk, supone conocer, que por los registros de la Biblioteca Nacional de París, el libro fue estudiado un siglo después por un italiano experto en semiótica, Umberto Eco, que dejó a lápiz el siguiente apunte en latín: Stat rosa pristina nomine, nomina nuda tenemus (de la rosa sólo se conoce su nombre).
Finalmente, en el libro de lírica analizado por el investigador Munk, llama la atención, por su belleza y originalidad, un ex libris inscrito en la primera página de uno de los códices: la esfinge de una libélula con cabeza de mujer, coronada por una tiara de perlas y, en su base, un nombre anotado: Jeremías Acevedo.
FINIS FABULARUM
Casida 63 (Ibn Hazm. Córdoba, 994-Badajoz 1064)
Mezclando lo verdadero con lo falso,
paso cuanto quiero a los ojos del descuidado,
aunque entre una y otra cosa hay diferencias,
cuyo signo se muestra a los inteligentes.
Es como el oro: aleado con plata
corre entre los mancebos ignorantes;
pero si topa con un orfebre diestro,
éste distingue lo que es puro de lo que está alterado.
«Será tarea de cada uno de vosotros, ilustres lectores y oidores, decidir dónde acaba la realidad y dónde empieza la leyenda. A nosotros, a estas alturas de leyenda, la tinta se nos hace agua» (Ramón y Juanje Barquero)